Efraín Amador Sánchez
Una mujer con el maquillaje craquelado por las arrugas del rostro te comienza a explicar que hoy ya no tienen lugar. Sabes que luego vendrá una retahíla, que debes llegar antes de las cinco para que te registren, que ya empezó el frio y aumenta el número de personas que solicitan pasar la noche allí. Si fueras joven la mandarías a chingar a su madre y te retirarías de allí sin darle ninguna explicación. Pero sabes que en cualquier momento puedes necesitar de ellos. Por eso simulas que la escuchas con atención, pero solo ves el movimiento de sus labios mientras tu mente ya camina hacia otro lugar. Es mejor así, sin hacer aspavientos. Sabes que podrás volver mañana. Solo la miras con atención y cada determinado tiempo mueves la cabeza, afirmando cada dato que te da. Ya podrías recitar de memoria toda la explicación, estar a tiempo para llenar la hoja y poder pasar a cenar, “no se puede pasar a los dormitorios sin bañarse previamente”, “se prohíbe el ingreso a personas bajo el efecto de alcohol o drogas”.
―Muchas gracias, señorita―. Sonríes con amabilidad obsequiándole una encía desdentada. La anciana te trata mejor cuando te refieres a ella como señorita. Abres la puerta del albergue. Apenas pasan de las siete de la tarde y parece que la noche descendió de fregadazo, así, sin preludio. Vas bordeando el parque Agua Azul. Te detienes en la calle R. Michel y te instalas a la salida de un local que ocupa un cine porno, que meses atrás era una zapatería. Allí te quedas. Pides dinero hasta que cierran la taquilla del cine. Vuelves a caminar por los límites del parque pero ahora lo haces por el otro extremo. Tomas la Calzada Independencia para llegar hasta Niños Héroes. Sabes que pasan de las once de la noche porque están cerrando el estacionamiento subterráneo del supermercado. Te diriges hacia los contenedores de basura y sacas algunos cartones y una lona. Atraviesas la calle para ingresar a un cajero automático. Con el atado de cartones empujas la puerta de cristal, te instalas en uno de los extremos donde no eres visible para las patrullas, extiendes los cartones sobre el piso y utilizas la lona como cobija; una enorme tarjeta de crédito se extiende sobre tu cuerpo, como si se tratara de una colorida mortaja de muerto.
Pero no logras dormir. Te sientas sobre la improvisada cama y de una de las bolsas de la chamarra sacas una botella de plástico con alcohol. Siempre ha sido tu mejor somnífero, sobre todo en las horas en las que inicia el descenso de temperatura. Desde tu lugar contemplas el movimiento de las ramas de los alamillos sembrados a lo largo de la calle. A esa hora disminuye el sonido del tráfico y las aceras están desiertas. Ya solo hay ruido en las calles donde están El Galeón y El Ciervo. Recuerdas que antes no era así. La Calzada siempre estaba llena de gente, sobre todo cuando llegaban autobuses de otros estados a la central camionera, cuando aún funcionaba el tren de pasajeros y se hacían las Fiestas de Octubre adentro del Agua Azul. El palenque tenía movimiento casi toda la madrugada, por eso la Calzada nunca estaba sola.
Tus ideas siguen reptando hacia atrás, hasta encontrar una reminiscencia de la madrugada en que llegaste a la ciudad. Descendiste de un autobús que llegaba de Salvatierra tratando de alejarte del maltrato de tu padre. Tenías una tía que trabajaba en una fonda de San Juan de Dios. Al amanecer la buscaste en cada puesto del mercado pero nadie la conocía. No tenías dinero para regresarte al pueblo pero tampoco querías hacerlo. Tenías hambre y le propusiste al taquero lavar los platos a cambio de un poco de comida. Aceptó el trato y desde entonces comenzaste a trabajar y vivir en el puesto de tacos, donde los artistas que trabajaban en El Sarape, en El Dandy o en El Nopal a veces llegaban a cenar casi al amanecer.
Las cosas cambiaron cuando empezaron a cerrar las cantinas y los bares importantes de la zona. Los clientes empezaron a escasear y el puesto cerró. Entonces el “Muelas” te invitó a que fueras a vivir con ellos en una vecindad por la de Clavel y Medrano. Al día siguiente se levantaron muy temprano “para que vieras cómo estaba la tranza”. Atravesaron la Calzada y dieron vuelta en Molina. En el lugar ya había una fila, toda la cuadra tenía la actividad de un hormiguero. De un portón azul salían bultos de periódicos que luego eran acomodados en bicicletas o en carro desvencijados. Ese día te graduaste como voceador.
Por las mañanas vendían El Occidental afuera del cine Alameda donde se sabía que nadie podía ponerse en el lugar “a menos que quisieran unos putazos”. A veces terminaban pronto de vender todos los periódicos y se iban un rato a la vecindad para regresar por El Sol de Guadalajara, un periódico con ilustraciones en blanco y negro más barato y con menos hojas que el resto, que salía por las tardes si existían acontecimientos de nota roja en alguna colonia de la ciudad. Se iban hasta donde había sucedido y describiendo el acontecimiento por las calles vendían los periódicos, casi siempre a un precio más elevado. A veces los familiares de los afectados compraban todos o los agredían a fin de que los vecinos no se enteraran.
Junto con el “Muelas” y “otros compas de la vecindad” te hiciste asiduo a la Arena Coliseo y nunca borraste de tu mente la máscara ensangrentada del “Huracán” Ramírez, o la capa rosa del “Adorable Rubí”, quien antes de iniciar el combate besaba una flor para después obsequiarla a algún aficionado. Pudiste ver las últimas peleas del “Dr. Wagner”, que junto con “Ángel Blanco” había derrotado años atrás a los “Invencibles del ring”: “Santo”, “Mil Mascaras” y “Black Shadow”. La supremacía del “Dr. Wagner” terminó un día en una carretera que conectaba Nuevo Laredo con Monterrey. El auto en el que viajaba junto con otros luchadores se volcó. En ese accidente murió “Ángel Blanco”, mientras que la columna vertebral del “Dr. Wagner” sufrió múltiples fracturas que a la larga le impidieron volver a subirse al cuadrilátero.
La ciudad se había convertido en tu nueva casa. Ya casi no recordabas el rancho, si acaso de vez en cuando te acordabas de tu abuelo. A lo mejor ya no vivía, aunque el viejo era correoso. Por eso le comprabas al viejito que vendía billetes de lotería “nomás para echarle una canilla”, como decían en el rancho. Por eso te gustaba platicar con él, aunque a veces no entendías todo lo que te decía por su voz débil y el ruido del tráfico que no se detenía. La tarde cuando lo viste atravesar la avenida con la rapidez que permite un cuerpo agotado. Esa vez no llegaría hasta las gradas de acceso del cine para ofrecer sus billetes, se dirigió hacia ti con la desesperación de quien debe contar un secreto antes de morir y te preguntó por el billete que le habías comprado hacía casi un mes atrás. ―Se me afigura que sacó premio. Me acaban de decir que yo vendí un boleto premiado, y es de la serie que te gusta.
Pensaste que se trataba de otro invento del viejito para sacar plática, pero de todos modos seguiste las instrucciones que te dio y en menos de veinte minutos ya habías vuelto con el boleto. Se sentaron en el piso de la entrada del cine. El anciano desdobló un pliego de papel blanco sobre el piso. Allí aparecieron los números premiados. Colocó el billete encima y de manera lenta lo fue deslizando sobre el listado. Detuvo el movimiento por algunos segundos: ―ya chingaste, muchacho. Dijo en medio de una carcajada que dejaba ver su encía desdentada.
Antes del mes tu vida había dado un vuelco. Dejaste la vecindad y la venta de los periódicos, pero no dejaste de frecuentar el caldo michi de los chales de San juan de Dios. Tampoco dejaste de frecuentar el bar Víctor’s o La Sin Rival, donde te guardaban la botella cuando no te la terminabas, no sin antes señalar con un marcador wearever el nivel de líquido para que nadie más se la pudiera tomar y donde amarraban. Ni el Mascusia, donde amarraban un chivo de la barra para prepararlo en la birria. Podrías vivir a kilómetros de la zona, pero alguien había desenterrado tu ombligo del cuamil para volverlo a sepultar en uno de los camellones de la Calzada.
Anhelabas saber qué ocurría dentro del Afro Casino, pero no tenías el dinero suficiente para entrar. Cuando pasabas por el lugar te resultaba difícil dejar de ver las fotografías de los cuerpos de las artistas en poses como a punto de dar besos o congelando un baile sensual. De noche la cantidad de focos que rodeaban el enorme letrero de la entrada se convertían en un faro que indicaba un camino en la avenida mal iluminada. Entraste al lugar recorriendo un pasillo angosto que conducía al local, que estaba en penumbra. Pero los reflectores que apuntaban al escenario te permitían ver el lugar. Era como si el humo de los fumadores creara la atmosfera precisa para acompañar los movimientos de la artista. Podías notar las mesitas redondas que saturaban un espacio de piso alfombrado no muy extenso.
En el escenario una mujer rubia utilizaba como bañera una enorme copa. Sacaba las piernas del recipiente cubiertas de espuma de supuesta champagne. Luego las luces del escenario se apagaban y la copa que contenía a la princesa Lea desaparecía. Nunca bailaba sin tener espuma encima. Decían que en realidad era un hombre canadiense que había hecho una gran fortuna con su espectáculo en México, pero no tuviste mucho tiempo para pensar en aquellas historias. Las luces se encendieron y tres hombres tocaban unos tambores pequeños atados a su cintura.
Más tarde apareció Gloriella con movimientos enérgicos. Se movía por todos los puntos del escenario como si cada percusión estuviera conectada con sus músculos. Una tela roja casi transparente anudada a su costado izquierdo descendía desde el inicio de su vientre bajo dejando ver a contraluz su entrepierna, como si un cardumen de pequeños peces rojos rodeara su pubis generando destellos apenas perceptibles. El resto de su indumentaria consistía en un collar largo con flores diminutas sobre su tórax desnudo, que balaceaba por su busto en movimiento. Abría sus piernas al piso y luego se incorporaba levantando los brazos. Pensaste que el movimiento de sus caderas era como el de los hipnotistas. Pasaste años observando la manera en la que los pliegues de su piel aparecían para luego esfumarse entre las luces y los sonidos, mientras el tiempo se adormecía aplastando finalmente la cara sobre la mesa como el borracho del lugar.
Allí en el Afro Casino conociste al licenciado que se encargaba de los permisos para las tortillerías y te ayudó para comprar tu nueva casa. Te había presentado al dealer de la cocaína. ―La mota nomás es para puro pinchi jodido―. Te mencionaba mientras con su nariz perseguía una línea blanca sobre el espejo de una bailarina. Al principio te gustaba la idea de ser amigo del licenciado porque conocía a casi todas las artistas, a las que muchas veces invitaron a beber a sus mesas. Pero muy pronto dejaste de depender del licenciado para tener en tu mesa a cada una de las vedetes que anunciaba la marquesina: Teresa do Brasil, Cora Montiel, Zoila Argel, Lyn May, Cleopatra, la princesa Yamal, Rosy Mendoza, Angélica Chaín, Wanda Seux, Rocío Cavalier, Mayesta Frinne, entre muchas otras. Tenerlas a tu lado te asombraba cada noche. Habías visto solo su foto en blanco y negro en las páginas interiores de El Sol, casi siempre en la sección de deportes. El periódico te había mostrado por primera vez la silueta de algunas de ellas en tinta negra, pero en cambio esas noches te regalaron su olor, su calor.
Antes de cumplir el primer año vendiste tu refaccionaria a mitad de lo que habías pagado pero el efectivo solo pudo cubrir tus gastos un par de meses. La noche en el Afro Casino era como una acompañante que no te acaricia sino le enseñas dinero. Pronto te informaron que solo eras propietario de la casa en que vivías. Ni el dealer ni las deudas de las apuestas ampliaron sus plazos para que pagaras. Primero vendiste todos los muebles. Le siguieron la cocina integral y el resto de los muebles empotrados. Finalmente tuviste que vender todas las puertas interiores y la herrería. Cierto día llegó hasta tu casa el licenciado y te propuso comprarte la casa para que tuvieras algo de dinero para poder iniciar otro negocio, o algo parecido. Tenías una semana sin consumir droga. Tu cuerpo temblaba y no podías controlar los espasmos musculares. Un sudor caliente escurría por tu cuerpo, como si hubieras caminado bajo la lluvia. Sentías que tu corazón latía de forma acelerada en medio del vendaval de ideas que taladraban. ―Y mira lo que traje para cerrar el trato―. Después de inhalar tres líneas te limpiaste con las manos las gotas de sangre que comenzaron a escurrir de manera lenta por tus fosas nasales. La celebración concluyó cuando ya había tres botellas de whisky en el piso y le entregaste algunos documentos al licenciado. ―Así podemos acelerar el trámite te dijo mientras los guardaba―.
Tres días después un tipo con apariencia de guardia de centro nocturno acompañado de una patrulla te echaron de tu casa. Apenas podías sostenerte. Solo sentiste que te arrastraron, pero no hubo dolor en tu piel lacerada. Cuando abriste los ojos tu cabeza colgaba de una banqueta hacia el asfalto. Era de madrugada y el frio menguaba a medida en la que te acercabas a la alcantarilla. Así descubriste que inhalar el vapor del drenaje también te producía un letargo que adormilaba las heridas y el hambre. Por algunos días te alimentaste con los restos de comida que la gente tiraba en los botes de basura. Pensaste en ir a buscar a tus amigos de la vecindad de la calle Clavel, pero cuando llegaste te diste cuenta que ya no vivía allí ninguna de las personas que habías conocido. La mayoría de ellos habían buscado otro lugar dónde vivir luego de que a unas cuadras el colector del drenaje explotara y se corriera el rumor que en cuestión de días habría otra explosión debido a que el drenaje de la zona se había mezclado durante años con hidrocarburos. Pensaste en volver a vender periódicos pero nadie te quiso prestar algo de dinero para empezar a trabajar. Desde esa noche decidiste que cualquier calle alrededor de la Central sería buena para vivir.
Escuchas el sonido del reloj de la iglesia de Mexicaltzingo. Son las cinco de la mañana y no lograste conciliar
el sueño. Llevas la botella de Tonayan hacia tu boca pero apenas caen unas gotas sobre tu lengua. Por suerte tienes monedas suficientes para comprar otra botella. Retiras tu cama de cartones para que los que limpian el banco no la hagan de tos y volver a la suite cuantas veces quieras. Mientras devuelves los cartones ves pasar a un travesti que se acomoda el busto frente a un auto que espera que el semáforo cambie a luz verde y piensas que la ciudad es parecida a una puta que te enseña las piernas abiertas si le enseñas los billetes, aunque te falte verga.
Fotografías: Armando Parvool Nuño